domingo, 1 de marzo de 2009

LA REPARACIÓN



La oblación de Cristo al Padre es reparadora. De hecho, en su cuerpo que se entrega por nosotros y en su sangre derramada para la remisión de los pecados, se realiza la nueva alianza. El verdadero reparador es Cristo inmolado.
El amor de Cristo fue reparador. Jesús no se limitó a reparar el pecado desde fuera, sino que entró en la humanidad pecadora, identificándose misteriosamente con ella, en un ímpetu de solidaridad a ultranza. Su amor fue conscientemente reparador, es decir, dado a Dios en nombre de una humanidad que no lo podía dar, para ponerla en situación de que ella misma cumpliese el retorno a la comunión del Padre y los hermanos.
Nosotros, su cuerpo eclesial, estamos llamados a participar en la obra redentora y hacerla fructificar en nuestra vida, a través de una conversión cada vez más profunda del corazón; y en la vida de la Iglesia y de la sociedad, a través de nuestra oblación con Cristo Salvador y una presencia solidaria entre los hombres.
El pecado es una realidad dramática tnto a nivel personal como social. Juan Pablo II nos recordaba en una de sus encíclicas que en nuestra sociedad existen, además de los pecados, las "estructuras del pecado".
Cristo se ha hecho solidario con nosotros y en su oblación reparadora ha vencido todo pecado, dando al Padre el amor que nosotros no podíamos darle, pero haciéndonos también partícipes de esta misión reparadora. Nos llama pues, a seguirle. Nuestra consagración nos hace particularmente atentos a todos los obstáculos que encuentra el amor del Salvador, a todos los rechazos de que es objeto: los nuestros y los de los hombres con los que somos solidarios.
Nuestra acción apostólica nos compromete, en un plano de amor reparador, a estar más fuertemente presentes entre los hombres y a suscitar en ellos, aún en el ámbito de su vida concreta y sus relaciones humanas, una verdadera conversión de corazón.



La vocación reparadora supone una conciencia real del misterio del mal. REPARAR es, a ejemplo de Cristo, hacerse cargo de los propios hermanos.
El ejercicio de la reparación es una realidad compleja: comprende todos los niveles de vida, porque todos los niveles de la vida, están marcados por el pecado (persona, familia, Iglesia y sociedad), por lo tanto, es vivida por cada uno y por la comunidad eclesial en su conjunto.
La vocación reparadora, vivida como el estímulo del apostolado nos mueve en dirección a Dios. Reparar significa tener conciencia de cuanto el pecado humano cuenta para el corazón del Padre, de cuanto Cristo ha amado a este Padre en nuestro lugar; significa convertirse diariamente a Dios. Es la conversión del hijo pródigo.
En dirección a los hombres, reparar significa hacerse cargo del pecado del mundo, en solidaridad con Cristo; estar con él en la lucha, orando y amando. Significa "reparar con hechos" los ingentes daños causados por el mal moral del pecado a la sociedad humana y a cada persona, para preparar la llegada del Reino de Dios.

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